“DIGNITAS INFINITA”, valiosa y valiente declaración vaticana en el contexto mundial actual


 El Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha publicado una Declaración, aprobada por el Papa Francisco, sobre la dignidad humana. La necesidad de un texto así se valoró en 2019, y desde entonces se ha ido elaborando con sucesivas aportaciones, consultas a expertos y modificaciones del Santo Padre. La intención del texto es proclamar la dignidad del ser humano más allá de toda circunstancia, y denunciar acciones actuales que la lesionan gravemente. El adjetivo “infinita” referido a la dignidad humana, ya fue empleado por S. Juan Pablo II en una alocución a personas discapacitadas. 

 Desde sus inicios, el texto afirma que la razón puede reconocer la dignidad infinita de cada persona humana. Esta se fundamenta en el propio ser de la persona –es una dignidad ontológica– y, por tanto, se mantiene más allá de toda circunstancia, estado o situación, por el solo hecho de ser persona. Fue recogida por la Declaración de los Derechos Humanos en 1948, y es proclamada constantemente por la Iglesia como un valor evangélico. La Iglesia va más allá, al afirmar que la dignidad que la persona humana tiene por sí misma, procede de haber sido querida, creada y amada por Dios.

 La Declaración diferencia la dignidad “moral” –que merma cuando se actúa de forma gravemente inmoral–, “social” –lesionada por condiciones de vida indignas— o “existencial” —se experimenta una “vida indigna” cuando la persona afronta situaciones muy penosas–. Todo esto no desdice la existencia de una dignidad esencial en cada persona, que va más allá de toda situación y no se pierde por ninguna de esas causas. La dignidad pertenece a la persona humana, definida en términos filosóficos como “sustancia individual de naturaleza racional”. Como tal, es un sujeto que, habiendo recibido la existencia de Dios, la ejerce de forma autónoma, con capacidades de conocimiento, voluntad y todas las funciones corporales relacionadas con ellas. Aunque en determinades situaciones no pueda ejercer dichas capacidades, permanece como “sustancia individual” con su dignidad intacta; es el caso de los aún no nacidos, las personas en situación de inconsciencia o los enfermos agonizantes.

 La humanidad fue alcanzando una conciencia progresiva de la dignidad humana, la cual empieza a aparecer en la antigüedad clásica. El Génesis enseña que somos creados a imagen de Dios, con un valor sagrado en nuestro interior que trasciende toda distinción sexual, social, política, cultural y religiosa. En las leyes del Deuteronomio late un manifiesto de la dignidad humana que alcanza al huérfano, a la viuda y al extranjero. Los profetas del Antiguo Testamento defienden la dignidad de los pobres y desvalidos, reclamando que se les ayude y proteja. Esto llega a su culmen en Jesús, que se identifica con “los más pequeños”, se salta toda barrera cultural para buscar a los descartados y pone el amor en el centro de todo. Esta enseñanza revelada se desarrolla en la antropología cristiana, tiene posteriormente eco incluso en pensadores modernos que se alejan de sus fundamentos, y ha sido más recientemente enriquecida con aportes del personalismo, capaz de dialogar con las corrientes actuales de pensamiento.

 Según la Revelación, la dignidad del ser humano proviene del amor de su Creador, que ha impreso en él su imagen, y se refiere tanto al alma como al cuerpo, llamado también a la gloria junto con el alma, en la bienaventuranza divina. Esta dignidad se revela en Cristo, porque Dios se hace hombre, y llega a su plenitud con la Resurrección, a partir de la cual toda persona humana es llamada a la unión con Dios. “La gloria de Dios es el hombre vivo” –dice S. Ireneo–, y la vida del hombre es ver a Dios. Depende de nosotros, orientando nuestra libertad al verdadero bien, manifestar esa dignidad o, por el contrario, empañarla con el pecado. En esto, la fe ayuda a la razón a tomar conciencia de la dignidad humana, frente a abusos y desviaciones de la razón como fueron la esclavitud o las ideologías totalitarias del siglo XX.

En la cultura moderna, la referencia más próxima a ese concepto inalienable de dignidad humana es la Declaración de Derechos Humanos, pero se hace preciso recordar algunos principios esenciales, frente a intentos de alterar o eliminar su significado profundo. En primer lugar, hay quienes prefieren hablar de “derechos de la persona”, asumiendo que solo es persona quien es capaz de razonar, para excluir a los no nacidos y personas incapacitadas mentalmente. Sin embargo, el texto defiende el concepto de dignidad intrínseca de la persona humana, independiente de toda situación, y que por tanto se mantiene desde la concepción hasta la muerte. Es más, cualquier otra forma de entender la dignidad humana la pone en peligro, al dejarla a merced de valoraciones arbitrarias. La única condición para el reconocimiento de la dignidad de la persona es que esta pertenezca a la especie humana, de forma que “los derechos de la persona son los derechos humanos”.

También se señalan abusos del concepto de dignidad humana para multiplicar derechos, como si fuera necesario asegurar el cumplimiento de preferencias individuales y deseos subjetivos, incluso contra el derecho fundamental a la vida. Frente a esto, se señala que el reconocimiento de los derechos se fundamenta en las exigencias constitutivas de la persona humana, y no dependen de la voluntad individual ni del reconocimiento social. Esto supone una referencia objetiva para la libertad humana, liberando el concepto de dignidad humana de arbitrariedades e intereses de poder. Además, la libertad no puede ser absolutizada en clave individualista, como capacidad para autodeterminarse de forma independiente a la comunidad. Prescindiendo del bien objetivo y de la relación con los demás seres, la libertad se vacía de su contenido original y del objetivo al que está llamada. De hecho, la dignidad incluye la capacidad de reconocer los propios deberes hacia los otros.

 La dignidad del ser humano, que nos resalta sobre los demás seres vivos, nos lleva a recordar también la bondad de estos. No solo tienen valor en función de que sirvan al ser humano, sino por el propio bien que manifiestan como criaturas, y por eso, nuestra propia dignidad humana implica el deber de cuidarlos, respetando el orden inherente a todo lo creado.

 Pero, aunque Dios nos ha creado libres, preferimos a menudo el mal al bien. Por tanto, nuestra libertad requiere, a su vez, ser liberada: “para la libertad nos ha liberado Cristo” – afirma San Pablo en Gálatas 5,1. Es un error pretender que somos más libres lejos de Dios y de su ayuda, incluso desvinculando la libertad de la verdad que la precede, como una libertad autorreferencial, sin más dirección que la voluntad de cada momento. También es un error creer que el relativismo moral nos va a conducir a una mejor convivencia; al contrario, eso solo nos conduce a divisiones y carencias en el reconocimiento de la dignidad humana.

 Además, el ejercicio de la libertad personal depende de condicionantes sociales, económicos, jurídicos, políticos y culturales. Si todo se rige primariamente por el libre mercado y la eficiencia, los más débiles quedarán muy limitados; ellos precisan una cierta acción del estado que les proteja. El centro de las estructuras debe estar precisamente en el reconocimiento de la dignidad humana. 

 Asimismo, es necesario asegurar la libertad religiosa. Aunque actualmente la cultura secularizada –también desde el pensamiento cristiano– rechaza el racismo, la esclavitud y diversos tipos de discriminación, queda mucho por hacer. Son ataques contra la dignidad humana cualquier tipo de homicidio, genocidio, aborto, eutanasia y suicidio; cualquier violación de la integridad de la persona, como las mutilaciones, torturas e intentos de dominar las mentes; lo que ofende a la dignidad humana, como condiciones de vida infrahumanas, detenciones arbitrarias, condiciones penosas de los presos, deportaciones, esclavitud, prostitución y trata de personas. También atacan a la dignidad humana las condiciones laborales degradantes, que hacen del trabajador un mero objeto de lucro. Se menciona especialmente el rechazo a la pena de muerte, que revela cómo la dignidad humana intrínseca es reconocida incluso a los que han cometido delitos graves, y por tanto tampoco puede ser negada a ningún otro. 

A continuación, la Declaración incide en algunos ataques especialmente preocupantes contra la dignidad humana. Son los siguientes:

- La pobreza. Se señala la creciente desigualdad, y especialmente las situaciones que impiden la posibilidad de trabajar, así como la obsesión por reducir los costes laborales, señalados entre los efectos negativos del “Imperio del dinero”. La dignidad de los más pobres es doblemente negada, tanto por la carencia de recursos como por la indiferencia con que son tratados.

- La guerra. Se recuerdan todas sus lacras y se manifiesta que, viendo el panorama real, es difícil sostener los principios que pueden justificar la guerra, pues sus efectos son tan devastadores que difícilmente puede considerarse como solución. Se denuncia especialmente la normalización de la muerte de civiles inocentes, y se repite: “¡nunca más la guerra!”

- El trabajo de los emigrantes. Su acogida es necesaria para testimoniar la inherente dignidad de todo ser humano.

- La trata de personas. Movida por la cultura del fetichismo del dinero, esta es una aberración indigna de sociedades que se dicen civilizadas. Es preciso ir más allá de las declaraciones y perseguir de forma efectiva este crimen contra la humanidad.

- Los abusos sexuales. Dejan profundas cicatrices para toda la vida y están muy extendidos, afectando también a la Iglesia y obstaculizando su misión. Es preciso poner fin a cualquier tipo de abuso, empezando desde dentro.

- La violencia contra las mujeres. Es preciso que la igual dignidad de hombre y mujer se manifieste de forma efectiva. Como dijo S. Juan Pablo II; “aún queda mucho por hacer para que ser mujer y madre no suponga una discriminación”. La declaración menciona la necesidad de hacer efectiva la igualdad, y condena ataques como los feminicidios, la poligamia, la comercialización sexual de las mujeres y el aborto, que afecta al hijo y a la madre.

- El aborto. Se señala que, siendo un delito especialmente grave contra la vida humana, la conciencia de muchas personas está oscurecida actualmente en este punto. Su aprobación por las leyes es un signo muy grave de decadencia moral, de incapacidad para distinguir el bien del mal. Precisamente la Iglesia, al posicionarse firme y constantemente contra el aborto, testimonia la dignidad intrínseca de todo ser humano, que no puede negarse a voluntad, cayendo en el autoengaño. Se recuerda en esto la voz de Santa Teresa de Calcuta contra el aborto.

- La maternidad subrogada. Convierte al niño en un objeto, en un producto comercial. Ofende también gravemente la dignidad de la madre, aprovechándose de su situación de necesidad material; es otra forma de ataque a la dignidad de la mujer. Todo hijo es un don, y tiene derecho a tener un origen plenamente humano, reconociendo también la dignidad del matrimonio.

- La eutanasia y el suicidio asistido. Se contradice la dialéctica de las leyes que, basándose en una concepción errónea de la dignidad –pues se llaman “leyes de muerte digna”– se vuelven contra la vida misma. Todo enfermo mantiene intacta su dignidad intrínseca, que debe manifestarse en proveerle todos los cuidados médicos, personales, sociales y espirituales que necesita.

- El descarte de las personas con discapacidad. El reconocimiento real de la dignidad de la persona humana se manifiesta, precisamente, en la atención a los más desfavorecidos, y nuestra sociedad no se destaca precisamente en este aspecto. La inclusión de estas personas en la vida social y eclesial debe generar una actividad intensa.

- La teoría de género. La Iglesia reitera que toda persona, independientemente de su orientación sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida, evitando toda discriminación injusta, especialmente, toda forma de violencia. Al mismo tiempo, la Iglesia denuncia la colonización ideológica que está suponiendo la introducción de pretendidos nuevos derechos que exceden la racionalidad de la Declaración de los Derechos Humanos. Se señala la teoría de género como extremadamente peligrosa, por varias razones. En primer lugar, olvida que la vida es un don y pretende que cada uno puede disponer absolutamente de sí mismo. En segundo lugar, pretende hacer desaparecer la diferenciación sexual entre varón y mujer, que además de importantísima es bella y poderosa, por dar origen a la fecundidad de la nueva vida. No se puede desligar el valor sociocultural del sexo (género), del sexo biológico, y no es aceptable que con esa teoría se pretenda educar a los niños.

- El cambio de sexo. El cuerpo es partícipe la imagen de Dios; lo creado nos precede y debe ser recibido como don. Es preciso custodiar nuestra humanidad, empezando por respetarla tal como ha sido creada. Toda operación de cambio de sexo atenta contra la dignidad de la persona.

- La violencia digital. Se señalan los peligros del mal uso de los medios digitales, como la difusión de calumnias, la violencia, las amenazas a la intimidad y la explotación de las personas con la pornografía y los juegos de azar. También se insiste en los riesgos de dependencia y de construir falsas relaciones interpersonales que no llegan a ser reales, llevando al aislamiento. Internet puede ser un gran medio de comunicación y de solidaridad, pero es necesario oponerse a los riesgos citados.

 Hoy, ante tantas y tan graves amenazas, la Iglesia sostiene firmemente y nos recuerda que la dignidad es intrínseca a todo ser humano y, por tanto, independiente de cualquier circunstancia. Lo hace con la esperanza que brota de Cristo Resucitado, que ha elevado a su plenitud la dignidad de todo hombre y mujer. Recordar y respetar nuestra propia dignidad y la de los demás es tarea de cada persona y cada comunidad. Los estados tienen la misión de protegerla y crear las condiciones necesarias para que florezca. La declaración concluye con estas palabras del Papa Francisco:  «a cada persona de este mundo le pido que no olvide esa dignidad suya que nadie tiene derecho a quitarle».

 Este Declaración fue firmada por el Cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, con la aprobación del Papa Francisco. Ha sido publicada el 2 de abril de 2024, aniversario de la muerte de San Juan Pablo II.

Emilio Jesús Alegre del Rey

Especialista en Pastoral Familiar (UFV)

Coordinador de Spei Mater Cádiz y Ceuta



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